Abrazado a la camiseta.

Abrazado a la camiseta.



El Caña tiene 64 años, usa el bigote miliquero, característico de los militares que todavía no han podido desprenderse de esa vida de rutina, ejercicio y orden. Es flaco, físicamente parece veinte años menor. Tiene piernas largas y domina la pelota como un niño que recién está empezando. Pisa la pelota con la izquierda, la trae consigo, como la serpiente que caza al ratón y la levanta con la derecha.  Es un movimiento pasado de moda, pero que antaño sólo lo hacían los que sabían con el balón. 

El Caña la trata con cariño, es un jugador que siembra magia, le gusta el juego a un toque y abrir por las bandas. Cuando la pelota le llega, ya sabe para donde va a mandarla. 

Toca al pie, y eso es porque la vida de los milicos de alta alcurnia no es la vida del milico raso. Y eso lo sabe hasta la pelota. En el equipo hay otro milico pero de cuartel, que juega de lateral izquierdo y es un desprolijo, le pega de punta y hace cambios de frente que quedan cortos y los reciben los delanteros rivales.  El Caña se muerde el labio y si fuera por él, lo metía en el calabozo, pero ahora no puede y se tiene que fumar la bronca. 

Juega en un equipo de veteranos de más de cincuenta y cinco años.  Hay varios personajes interesantes en el equipo. Estos tipos hablan más de lo que juegan, molestan, discuten y pegan, pero por sobre todo, ponen plata para mantener al equipo, porque de lo contrario desaparecería. El Centella, así se llama el equipo, está mantenido por unos viejos que se embarcaron en el viaje épico de formar un equipo de fútbol. Y lo han logrado, poniendo doscientos pesos por partido a modo de cuota para pagar las camisetas, la luz y algún que otro menester necesario. 

El Caña si no juega se calienta, saca la plata pero la deja de mala gana.  Prefiere que le digan que no lo van a tener en cuenta, no le gusta que lo engañen como a un niño. A veces le discute cosas a Ramón, el técnico que debutó en Rentistas contra Nacional jugando solo tres minutos, pero se auto considera profesional del fútbol. Después lo dejaron libre y jugó en Bella Vista en la “b”, en ligas barriales y en el interior en Ferrocarrilero de Salto. Ahí dice que la rompió, que se hizo ídolo. 

Bueno, eso dicen todos los que no tienen un registro histórico. En Uruguay, la mayoría son futbolistas frustrados que tuvieron que ganarse la vida de otra cosa.


Hoy es mi primera práctica, vine a entrenar con los de más de treinta y cinco. Me mudé al barrio hace unos meses, cuando me mandaron al seguro de paro los chinos para los que trabajaba y como estaba podrido de todo, arreglé una plata y con los ahorros, compramos un terreno del lado norte del balneario.  Primero construí un galpón y luego le fui dando una impronta de casa, mi mujer, me dio una mano junto a su hijo. 

Me dedico a instalar alarmas y hago changas de construcción, preferentemente de eléctrica. Como extrañaba la pelota, un amigo me dijo de venir al club y acepté.

El técnico me da un chaleco naranja, me pregunta de qué juego y le digo de volante, de carrilero por derecha, entonces me pone frente al Caña, casi como hace veinticinco años atrás, cuando lo conocí allá por Pando.

En esa época yo jugaba en Atlanta, el cuadro del barrio, andaba bastante bien, todavía tenía el sueño idiota de salvarme con el fútbol, cosa que igualmente la vida me dejó en claro, poco tiempo después. El Caña era Coronel y vivía cerca de la cancha, se había casado o juntado, con una mina que tenía cuatro hijos. Tres eran de otro padre, el cuarto era del Caña, formaban una pareja extraña. Como cuando los patos se mezclan con los gansos. 

Se habían conocido en el hospital Policial, ella se llamaba Laura y era enfermera. Él llegó allí con una infección urinaria. Ella lo atendió, le pareció un buen partido, tenía casa y vivía solo. Buen sueldo y sin nadie con quién gastarlo. Entonces, lo miró con sus ojos celestes y el Caña se derritió. 

Mimos, besos y a las semanas estaba instalada en la casa. A los tres meses embarazada. Al año y medio ya estaba podrida del Caña y toda esa vida relojera de cuartel.

El Caña se levantaba a las seis, salía a correr cuarenta minutos, luego licuado de banana, manzana y naranja. Leche con avena y dos malteadas. Baño, afeitada, cepillada de dientes, lustrada de zapatos y al trabajo. 

Como era Coronel jubilado, cuidaba casas en Atlántida, hacía recorridas en el auto. Cobraba una mensualidad a los propietarios y a cambio les ofrecía un servicio de vigilancia. Andaba de camisa a cuadros y pantalón de pana, tenía un Fiat Europa celeste, flamante.

Laura estaba harta del Caña, pero ahora no quedaba otra que aguantar. 

Yo había visto a su hija Laurita, un día que pasó variándose frente a la cancha. Cuando me enteré que se llamaba igual que su madre, me pareció gracioso eso de ponerle a los hijos el mismo nombre de sus padres, como un sello de identidad burdo y sin sentido. 

Laurita tenía dieciséis, y un novio pelotudo que terminó dejando después de que empezamos a conversar en la esquina. Igual, siguió unas semanas en paralelo con ambos, pero para el caso no importa. La segunda vez que la vi estaba con la madre y Laura era tan joven, parecía que en vez de madre e hija eran dos amigas.

Laura se mostró abierta y divertida, demasiado. No tenía apuro por irse para la casa aunque los niños daban vueltas alrededor de ellas.  Me dijo que fuera a visitarlas cuando quisiera, eso sí, antes de las cinco de la tarde, después llegaba el Coronel. 

Los fines de semana el Caña no estaba porque lo contrataban de un Casino.

Me aparecí un jueves y nos sentamos en el frente a hablar de discos. Nos dimos un par de besos y empecé a frecuentar esa casa seguido.

Un día Laura me dijo que El Caña quería conocerme.

Dudé y quise desaparecer, pero finalmente terminé accediendo. Cuando llegué, el tipo me estaba esperando sentado en el parrillero, tomando un whisky y escuchando Tangos. Casi no hablé. Él me miraba y sé que no le gusté, eso estaba claro. 

Al tipo no le caía en gracia que yo frecuentara su casa cuando él no estaba. A los milicos no les gusta que se les avance en su territorio, es parte de la estrategia militar tener controlado al enemigo.  Para los milicos todos somos potencialmente enemigos. El tipo tenía pequeños momentos de humanidad, pero generalmente se lo notaba perturbado. Quizás por las pintadas que borraba del muro semana a semana, noche a noche.

Una la estamparon con alquitrán, porque la idea era que permaneciera, y por más que el Caña había tratado de tapar algunas letras, se podía entender la palabra “torturador” a medio borrar y eso lo ponía mal, saberse descubierto, controlado, vigilado, lo mataba. Porque le estaban dando un poco de su propia medicina. Eso a un milico lo aniquila. 

Una tarde me mostró su colección de armas y logró asustarme, desenfundó carabinas, escopetas y me habló de códigos militares. Me prometí no ir más a esa casa, pero en esos días, Laurita había empezado a aflojar y el sexo estaba cerca. Era una cosa o la otra. La piel de Laurita o las armas del Caña. Palo y gol o palo y afuera.

Laura se quedaba con los niños de noche y nos dejaba encerrarnos en el cuarto. El póster de los New kids on the block fue testigo de los gemidos del sexo adolescente. 

Los domingos tenía que ponerme la ocho y entregarme al equipo, entonces no podía dormirme, trataba de irme de madrugada para no levantar sospechas, saltaba el muro, caminaba por la calle desierta y me quedaba un rato en el bar de la esquina hablando pavadas con los pibes de la cuadra. Pero un día, el Coronel vino más temprano y me encontró ahí. 

No le gustó nada. Ese día la perra no paraba de ladrar, el tipo entró a la casa y salió con algo bajo el brazo, agarró a la perra y la llevó de arrastro hasta un monte que quedaba a media cuadra y luego, escuchamos dos balazos. 

Volvió, se prendió un cigarro, se tomó dos whiskys y se acostó en la cama con la ropa puesta. Nadie dijo nada. Laurita me abrazó y me dijo que nos teníamos que ir de ahí lo antes posible. Laura juntó los platos y sacudió la cabeza. Me miró con desesperanza y me di cuenta que lo odiaba. Luego lo comenté en el bar y el viejo Nelson, me dijo que eso era bien cosa de milico traumado. Me dijo que tuviera cuidado y que tratara de alejarme de esa casa. 

Ese año mi padre se quedó sin trabajo, tuve que dejar el liceo y el fútbol, me quedó muy poco tiempo para Laurita y empecé a borrarme con sutileza. A ella no le gustó nada, como toda mujer se sintió mal luego de haberse entregado, reclamó cosas que quizás, en ese momento yo no podía darle y dejamos de vernos.  

Un día encontré una carta que decía que se iban a mudar del barrio porque el Caña la estaba pasando mal, casi no quería salir de la casa a causa de las pintadas. 

Unas semanas después, me encontré con Laura y me convenció de ir a despedirme de Laurita. Nos encerramos en el cuarto y fue la despedida, el sexo con olor a nostalgia, sexo en silencio, sexo que da olvido. Porque olvidar es la peor de las muertes. Olvidar es morir. Ella lloró y yo también, porque la quería y sabía que la iba a recordar siempre. Y me dormí profundamente.

Me desperté cuando se encendió la luz y Laurita me dijo que el Caña estaba entrando por el portón del frente. Ella se vistió y salió del cuarto. Me senté en la cama y esperé. De pronto entró y vi sus ojos desorbitados. Una cosa es saber que el milico puede encontrarte en su casa y otra es que suceda. Temí lo peor. Cerró la puerta y llamó a Laura y hablaron en la cocina. Laurita entró y me dijo que me fuera ya. Salí lo más rápido que pude y no volví a esa casa nunca más.

Al poco tiempo vi otra gente viviendo en ese lugar y me enteré por un amigo, que Laura y sus hijos estaban viviendo en Sauce. 


Traté de seguir con mi vida y luego una noche, por las redes sociales me di cuenta que habían pasado muchos años, que Laurita ahora tenía dos hijos y que su madre era abuela de varios nietos y que el Caña no aparecía en ninguna de las fotos. 

Hablamos un rato a través de una computadora y me alcanzó para saber que el Caña ya no formaba parte de sus vidas, no sabían nada de él y era mejor así. Laurita se casó con un gordo feriante y si me esforzaba un poco, todavía podía rememorar tiempos pasados. Preferí mantenerme al margen.

En ese momento yo estaba casado. 

Al tiempo mi mujer se fue y tuve que volver a empezar de nuevo. Viví solo un tiempo, conocí a la que ahora es mi esposa, el día después de navidad, en el supermercado del barrio. Un día le dí mi número y le dije: 

–Agendálo o tíralo– Y me llamó. Lo demás es conocido.

Al final fiché por Centella, como entrenamos todos juntos me toca compartir horas con el Caña. Pensé en hablar con él, pero me di cuenta que lo mejor es llamarse a silencio. El no se acuerda de mí, y yo prefiero olvidar algunas cosas del pasado. 

Al tipo se lo ve más distendido, pasaron veinticinco años, los militares ya son parte del pasado y viven como si nada hubiera sucedido.


El Caña no juega el primer partido y muerde la bronca en el banco de suplentes. El segundo partido no quiere vestirse y al tercero no va. El presidente me pide que lo acompañe a su casa a hablar con él. Me parece raro, pero la vida tiene estas cosas, a veces te lleva por lugares y situaciones impensadas y no puedo resistirme a la tentación de saber algo más de ese sujeto.

Cuando golpeamos la puerta nos atiende una mujer de unos sesenta años y nos ofrece café o té. Nos dice que el Caña llegó enojado y tiró el bolso de mala gana en el living. Nos pregunta que sucedió, porque la ropa del fútbol no estaba usada. Le explicamos la situación y ella nos dice que mejor hablemos con él.  La vieja se mete en la cocina, tiene claro su procedimiento. 

Abrimos la puerta del cuarto y nos encontramos al tipo acostado, igual que un niño, acurrucado en la cama mordiendo el fracaso, abrazado a la camiseta. Humillado. 

Nos dice que no jugar al fútbol lo mata. 

Silencio. 

Él sabe que no puede jugar más porque ya no es un jugador de fútbol. Nosotros sabemos que es mejor no decirlo.

Me recordó aquella situación que yo viví muchos años atrás, cuando salté el muro de aquella casa y caminé sin mirar atrás.

Esa noche doblé la esquina y no fui al bar. Llegué a casa y preferí acostarme en mi cama. Estaba triste, muy triste, pero me consoló abrazarme a la camiseta, pensar que todavía me quedaban muchos años por delante y quizás podía soñar con lograr algo en el fútbol. Preferí dormirme pensando en eso y olvidarme de Laurita, del Caña y esa casa para siempre.


(Ilustración Magalí Aguerre)

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