Un día cualquiera de un mes cualquiera.

Un día cualquiera de un mes cualquiera.


Todo empezó en Internet, un día cualquiera de un mes cualquiera. Está aburrido en su casa, el hombre tiene casi cuarenta y cinco años, no tiene hijos, no está casado, tiene un trabajo aburrido, vive con una mujer siete años más joven que él y todo parece indicar que más que una pareja, son grandes amigos que comparten los gastos y tratan de creer que cada uno ha sido lo mejor que el otro ha podido encontrar. El quería ser futbolista y quizás tenía las condiciones para poder lograrlo pero muchos factores conspiraron en contra, entre ellos el principal fue que él nunca se lo creyó posible, entonces se dedicó a estudiar y se recibió de contador. Ahora trabaja en un estudio en el centro de la ciudad, un apartamento amplio, bastante luminoso que comparte con nueve personas más, ocho horas por día, en realidad siete y media y porque tiene permitido salir media hora a comer. Generalmente visita dos lugares, uno de comida chatarra y otro de comida chatarra mejor acondicionado. Algunas veces se lleva comida de su casa pero son los menos.

Como un cazador entrenado, busca en un sitio de venta online, un Reel de pesca para el próximo domingo. Su mujer está en el gimnasio bailando zumba creyendo que puede bajar los cinco kilos que lleva amalgamados a la cintura. Poco le interesa su mujer. El hombre gasta su dinero en el coche y en artículos de pesca, algún que otro reloj y celulares. El Reel que le interesa cuesta ciento ochenta dólares, una suma elevada para los aficionados pero no para los enfermos de la pesca. Él se considera un enfermo de la pesca. 

El dedo mueve el mouse buscando opciones mejores, aunque su cerebro ya tomó la decisión de comprarlo. Ahora lo domina la ansiedad, lo quiere, no le importa más nada. Solo piensa en la pesca, en poder verlo en su caña, en usarlo, en estar solo frente al mar y sentir el silencio, esperar a los peces que luego serán pescado fresco. Siente una ansiedad que le recuerda a las épocas de adolescente cuando esperaba los partidos de los Chicago Bulls para deleitarse viendo flotar a Jordan por un rato.

Aprieta el botón, articulo comprado. Algo en su interior se manifiesta, cree que está excitado, siente la sangre que le corre por las venas, como no le sucede hace mucho tiempo. Aparecen los datos del vendedor. Descubre que es un tipo de la ciudad de Pando, un lugar conocido para él. Un lugar donde vivió la mayor parte de su vida. Entonces los sentimientos se mezclan, el hombre ahora se siente intimidado, descubierto, observa el nombre del vendedor pero no lo conoce, y respira, aparece un numero de contacto en la pantalla, lo anota en una libreta con letra apurada.

La libreta que contiene garabatos de aburrimiento, la suma del impuesto del Irpf y anotaciones sin sentido alguno. De pronto, la excitación muta en nostalgia y timidez. No tiene ganas de volver a esa ciudad. Se reprende por ser tan ansioso. 

En el último tiempo se ha convertido en un hombre ansioso, en el último tiempo está enojado consigo mismo por haberse convertido en el hombre que es y que en el fondo de su ser nunca quiso ser. Odia al hombre infeliz en el que se ha convertido. 

De joven soñaba con ser futbolista, y jugar en Italia, pero ahora cree que trabaja en un estudio de mala muerte y se considera un pobre tipo. Un infeliz que gana mil cuatrocientos dólares por mes y muchas veces no sabe en qué gastarlos, por eso compra cosas innecesarias para la mayoría de las personas, como puede ser un Reel.

Ahora la ahonda el arrepentimiento, pero no puede dar marcha atrás, piensa que si le pidieran la foto de un estúpido pondría su cara. 

Y ese tipo infeliz que se llama Mario y tiene cara de estúpido, soy yo.


Llamo al vendedor por teléfono, me dice que su nombre es Tabares (con ese), tiene cincuenta y seis años, vende el Reel porque necesita el dinero para cambiar las chapas de zinc del techo porque la lluvia pasada se las hizo pedazos. Quedamos en vernos mañana en la mañana. 

Mi mujer llega del gimnasio y cocina ensalada con milanesas de soja, yo odio todas esas porquerías, me pido una milanesa en dos panes al bar de la esquina. Ella quiere bajar de peso porque se da cuenta que los años se le están viniendo encima como una aplanadora y la grasa que acumula de bizcochos y postres ya no la puede reducir de forma tan sencilla. A mi eso ya no me interesa. Que se hunda en su grasa y que viva como pueda, odio a ella, su grasa y a ella. 

Yo tampoco puedo hablar mucho, a los treinta pesaba sesenta y ocho kilos; a los treinta y cinco, setenta y dos; a los cuarenta, ochenta y ahora peso más de noventa. Mis precarios placeres actuales son comer y pescar. 

Ella sube a acostarse, posiblemente mire algún programa pedorro de la televisión pública. La televisión publica en los últimos años solo produce programas chatarra. La televisión pública se quiere parecer a la privada y la privada cada vez más, propone programas que podrían ser de la televisión pública pero sin reparar en escrúpulos en cuánto a forma y contenido.   

Yo ya no miro televisión, me da arcadas, solo escucho música. Generalmente música de los ochenta. Ahora estoy escuchando Status quo: In the army now. Precisamente la primera vez que escuché ésta canción fue en un boliche de Pando. 

Reflexiono que hace unos quince años que no visito esa ciudad. Desde que murió mi padre de alzhéimer nunca más volví. Preferí olvidarme de todo y empezar a cultivar la idea de que siempre viví en este barrio. Otra mentira más. 

Volviendo a la canción, la escuché por primera vez un sábado de noche mientras estaba con Alicia, mi primer novia. Nos habíamos encontrado en la puerta a las once y media. Me acuerdo que ese día pase toda la tarde esperando verla. El boliche se llamaba El Garage, era un lugar donde tocaban bandas en vivo, allí ví por primera vez a Cadáveres Ilustres, ese día también estaba con Alicia. 

Con la canción sonando de fondo se me vienen varios recuerdos de mi relación con ella. Estuvimos cinco meses entre idas y vueltas, al final nos dejamos porque yo me porté mal, como con casi todas las mujeres que pasaron por mi vida. De una manera u otra, siempre intenté salirme de sus vidas o busqué la forma para que me terminaran echando luego de hacer todo lo posible para que ellas tomaran la drástica decisión. 

Alicia era bonita y de buen carácter, tenía sentimientos nobles, pero yo no sabía lo que quería, deseaba tener una novia pero también quería libertad. Quería acostarme con ella y con todas las que me dieran la oportunidad. Al final la dejé porque ella pensaba que todavía no era el momento indicado para entregarse. Yo estaba convencido que luego de cortar con ella tendría sexo con todas, pero como muchas cosas que también imaginé, no terminaron sucediendo nunca. 

In the army now también fue la canción que sonaba en el boliche cuando junte fuerzas y le dije que ya no quería estar más con ella. Esa noche me siguió hasta la puerta y observó como me perdía entre la muchedumbre de punkies. Luego me llamó varias veces por teléfono y fue insistentemente a mi casa con la intención inocente de poder recomponer las cosas. Pero siempre la ignoré, fui duro, cruel, creo que le cobré cosas que la vida me sacó y ella no tenía la culpa, simplemente pagó por otros. 

Mi enojo era crónico, el motivo podría ser que mi madre se marchó de casa cuando yo tenía diecisiete años y me dejó con mi padre. Se fue con otro hombre, con un hombre que era nada más y nada menos que el vecino de enfrente. Su mujer se quedó en la casa, los primeros tiempos casi no salía, pero luego comenzó a frecuentarse con mi padre, hasta tuvieron una relación fugaz y ecléctica, hasta que después se fue del barrio y nunca más la vi. A mi madre tampoco la vi nunca más, creo que está en España, tampoco me interesa. A veces entro a Facebook y miro sus fotos, está casada y tiene dos hijos. A veces también, miro los sitios de mis ex novias, generalmente todas tienen fotos en las que se las puede ver felices con hijos y parejas. Todas han encontrado eso que llaman felicidad. Yo no tengo foto de perfil en Facebook, tampoco fotos, capaz porque todavía no he encontrado nada. 

Abro una pestaña nueva y miro un poco de porno, después me acuesto a dormir, me pongo de costado, mi mujer ronca con un pie afuera de las mantas. Pongo el despertador a las ocho, pienso en el Reel y en Pando. Me entra nuevamente la ansiedad, recuerdo muchas cosas pero todas inconexas, doy varias vueltas en la cama hasta que finalmente logro dormirme. Sueño con Jordan. 


Me despierto un rato antes que suene el despertador y me pongo en pie. desayuno pensando en varias cosas a la vez, ardo de ansiedad, parece que hubieran pasado semanas. Apronto el mate y saco el auto del garaje. Le paso un trapo por encima para quitarle el polvo y emprendo el viaje. 

El panorama ha cambiado bastante, hay edificaciones nuevas (nada del otro mundo) pero misteriosamente la gente sigue caminando al costado de la ruta. Por el lado derecho me pasan motos ocupadas por parejas que llevan a sus hijos entre ambos cuerpos, la gran mayoría sin cascos. Veo pasar bicicletas que tiran carritos artesanales y personas que corren por el cantero, pareciera que hacen deporte. 

Manejo a una velocidad promedio de setenta kilómetros por hora, trato de disfrutar el viaje. La casa de Tabares está en las afueras de la ciudad. Mejor. 

Pienso que podría entrar por una calle lateral para evitar la avenida principal, quizás es una buena opción para evitar encontrarme con gente conocida.

La ruta está plagada de lomos de burro y de pedazos de autos. Montevideo está llena de autos pequeños, chinos y nuevos, acá son viejos, económicos y tuneados con mal gusto. 

Entro a la ciudad por la avenida principal, hay mucha gente haciendo compras. No veo a nadie conocido, es normal, la gente que conozco posiblemente esté en su casa o me resulte irreconocible. Yo también soy irreconocible para muchos. Soy un gordo pelado que maneja un auto nuevo con vidrios polarizados. 


Paso frente al cementerio y es imposible no recordar a mi padre. Nostalgia. Prefiero pensar en otra cosa, mejor en el Reel. 

Llego a lo de Tabares y el trámite dura mucho menos tiempo de lo pensado, es un tipo seco que habla poco, primero me observa a través de la cortina de la ventana, (deduzco que me estaba esperando), sale con el Reel en mano, saluda con un apretón seco y me da el aparato para que lo observe, sin mediar palabra. 

Solo le interesa que la venta se concrete y que le pongan buenos comentarios para el futuro. Se lo ve enojado. Me dice que preferiría no venderlo. Observo las chapas del techo de su casa y no veo nada raro. Pregunto por la situación y responde:  

–Se llueve bastante, no queda más remedio que cambiarlo, valor.

Observo el Reel y es una joya, por el monto que pide, lo está regalando. Cuenta dos veces la plata, cuando se la entrego, la ordena rápidamente y se la come el bolsillo. Luego dice: 

– Que lo disfrute.

Un cumplido que no siente. 

Nuevo apretón de manos pero ahora ni me mira, simplemente, es obvio, me llevo algo que ahora ya es mío y a él no le gustó nada tener que venderlo. Indudablemente puerta adentro hay otras presiones mucho más allá de las chapas. Pero no es problema mío. Lo acomodo en la valija del auto y me voy sin mirar por el espejo. 


Tenía la vaga idea de que la conversación con Tabares podría llegar a ser interesante, hablar del barrio, del pueblo, de él, de mí, pero nada de eso sucedió. 

Decido pasar por la zona donde estaba mi antigua casa, una vivienda que mi padre construyó con sus manos. Todo sigue igual. Recorro la cuadra lentamente, quizás tratando de ver algo, quizás tratando de no ver nada. Ver algo seria una alegría para el alma, no ver nada posiblemente sea lo mejor. 

Es lo que sucede, no veo nada que me permita recordar, recordarme. Soy un extraño que recorre una calle extraña, que le parece familiar pero ya no hay nada que lo sea. Podría ser cualquier calle, podría ser cualquier lado, es lo mismo, así es la vida, se parece a las planillas que lleno todos los días, podría ser la misma a simple vista, aunque luego indagando un poco descubro que detrás de cada una hay una historia. Generalmente todas historias tristes.

Me detengo a mitad de cuadra, está la vieja panadería que solía ir cuando era un niño. Llego a la fachada pero retrocedo. Salgo del pueblo, me doy cuenta que prefiero irme como vine, anónimo, no dejando rastros de nada, como mi vida. Si me muriera ahora el dinero del banco iría al fisco, porque no tengo herederos, no tengo a nadie para dejarle nada.  Fue lo que me dijo mi anterior mujer un día, cuando le dije que no quería tener hijos con ella. 

En caso de morirme ahora, el auto quedaría para mi mujer, también la casa, pero supongo que en unos meses vendería ambas cosas y empezaría una vida nueva. Yo haría lo mismo si fuera ella, quizás en días, no esperaría meses.


Manejo de regreso y la sensación cambia de ansiedad a frustración, me siento como me sentí muchas veces luego del sexo, vacío, sin nada, con ganas de apretar un botón y que la cama se hunda con mujer, trapo y todo en un agujero infinito. 

Pando queda a unos veinte minutos atrás, me concentro en el reel y pienso en un bonito lugar para estrenarlo. 

Aparece sobre el costado derecho una panadería que tiene un aspecto acogedor y decido hacer el segundo intento.

Frente a la puerta hay un camión lechero en marcha, estaciono detrás. Es un lugar humilde pero amable, observo los bizcochos, son diferentes a los de la panadería que está a la vuelta de mi casa. Estos son más grandes y más toscos, algunos con el apuro del panadero perdieron la forma, los de mi barrio son todos idénticos, elaborados con mejores productos, más caros pero nunca de tan buen aspecto como los de barrios periféricos, lo sé por experiencia.

Pido cuatro Margaritas, cuatro Pan con grasa, dos Croissant rellenos de queso y dos de dulce de membrillo. De atrás del mostrador sale un tipo con un tarro de leche que lleva en su hombro, no me ve y me lleva por delante. Me siento intimidado. Nos miramos unos segundos y el tipo dice:

–¿Qué hacés Ariel, no te acordás de mí? 

Lo observo unos segundos y creo reconocerlo pero no estoy seguro. Él de seguro me conoce muy bien, porque todos ahora me dicen Mario; Ariel es parte del pasado, casi de otra vida.

Caco me abraza, yo trato de hacer lo mismo pero se nota que mi actitud es falsa, impuesta, la suya es verdadera. Se retira unos segundos para observarme y me pega unos golpes en el brazo, el último me duele pero trato de asimilarlo. 

–No sabés las veces que soñé este momento, loco, pero ahora que te tengo en frente no sé que decirte. 

Me quedo callado, yo tampoco sé que decir.

Caco se acomoda el gorro de visera que lleva puesto, tiene el escudo de los Spurs.

–Tas pelado loco –dice y se ríe. 

No me causa mucha gracia el comentario, igual intento eludirlo como si las palabras no fueran dirigidas a mí. Recuerdo que la última vez que vi a Caco fue hace más de veinte años. Me parece que la vida le pasó por encima como un tren.


Caco es el más chico de una familia de diez hermanos. Seis varones y cuatro mujeres. De los seis varones habían tres que jugaban muy bien al fútbol, Leonardo el mayor, jugó en la selección de Canelones del Este y estuvo un año en Basañez, pero no pudo arreglar la plata del boleto, tuvo que abandonar y dedicarse a la albañilería. Su madre lloró a mares porque Leonardo jugaba muy bien. Un zaguero aguerrido, de buen físico y muy rápido para los cruces.

El hermano siguiente, Gastón, también jugó en la selección pero abandonó tempranamente cobijado por la noche, la cantina y el mostrador. Jugaba de puntero izquierdo con mucho regate y excelente uno contra uno, pero no le gustaba entrenar, su madre sabía que no podía hacerse muchas esperanzas con él.

Entonces depositó todas sus expectativas en Caco, el más chico. Lo llevó a un equipo de Baby fútbol llamado Huracán Siré, allí en poco tiempo se convirtió en la estrella. Jugaba de delantero y había heredado las virtudes de los otros dos, era la posible salvación de todos. Siempre hacía goles, en todos los partidos. Su madre era una sombra, siempre con él a todos lados, a todas las canchas. 

En realidad no se preocupaba mucho por los otros hijos, menos por las mujeres. Con el poco dinero que ganaba lavando pisos le compraba a Caco, bananas y de vez en cuando un churrasco que cocinaba a la plancha. Para los demás, nada, que se arreglaran como pudieran.  

Caco se hizo conocido en el barrio. Salieron notas en radios y revistas de bajo tiraje. Fue a todas las selecciones de Baby Fútbol y varios equipos de la zona se pelearon para poder llevárselo a sus filas de formativas. Finalmente arregló con Villa Manuela, el equipo fuerte de la liga. 

En poco tiempo llegó a jugar en tercera y con quince años debutó un domingo de lluvia en primera división, un día que el cielo parecía cemento. Yo jugaba en tercera y me acuerdo que ese día me quedé a verlo, me llamaba la atención que se hubiera salteado mi categoría y también otras, en pocas palabras nos pasó por encima.  Hizo dos goles y se ganó la titularidad. 

Ese año jugó todos los partidos y de lo único que se hablaba en el club era de él y su futuro maravilloso.

Pero como todas las cosas extrañas de la vida, un día cualquiera de un mes cualquiera a las cinco de la tarde, su madre tuvo un ataque en la cabeza y en media hora murió. Una mujer que está viva, sin ningún tipo de problemas y luego, media hora después, está muerta. La cuadra sintió el golpe, el barrio quedó sorprendido y Caco destrozado.

Ese mismo año mi madre se fue de casa. Los dos quedamos en situaciones parecidas. Los dos nos hicimos más amigos y nos dimos cuenta que la vida nos estaba diciendo que el fútbol quizás no era el camino.

Caco tenía una novia preciosa, se llamaba Alejandra, llegaba en bicicleta, tenía los músculos marcados. Piernas atractivas, labios carnosos y actitud avasallante. Todos lo envidiábamos. A lo primero ella venía poco, porque la madre de Caco no quería que hubiese mujeres en la vuelta. Luego sus visitas fueron más seguidas y con ella aparecieron las pastillas, ácidos, todo. Con ella apareció el mal. Y un día como llegó, y sin motivo aparente desapareció, no vino nunca más. 

Caco la fue a buscar un millón de veces, pero ella no regresó. Luego nos enteramos que se fue con el patrocinador de las pastillas a Italia.  Trata de blancas dijeron las malas lenguas.

Caco no habló más del asunto. Jugó en varios equipos de la zona pero no pudo consolidarse en ninguno. Yo empecé a estudiar porque no quería terminar llevando la vida de mi padre. No me entusiasmaba terminar en un taller lleno de grasa.

Caco consiguió trabajo en una panadería y se convirtió en panadero. Yo tuve varias novias, con una de ellas alquilamos un apartamento y me fui del barrio. Los primeros años nos vimos con Caco cada tanto hasta que un día cualquiera de un mes cualquiera mi padre murió, vendí todo y fin.


Una vieja pide dos flautas tostadas y nos mira de costado. Nos arrimamos contra una heladera. Caco me mira sorprendido. Pregunta por mi vida y le cuento cosas que no son verdad, le digo que me llevo bien con mi mujer, que me gusta mi trabajo. Me cuesta creerme las palabras mientras las escucho.

Él me cuenta que tiene tres hijos y que hay uno que viene en camino. Luego hablamos de cosas triviales hasta que nos quedamos sin palabras. Nos pasamos los números de teléfono y quedamos en juntarnos para un asado algún día pero sé que eso nunca va a suceder. Nos damos un abrazo y me siento estaqueado, sus movimientos son naturales y se lo nota contento, al menos lo demuestra. Yo no sé demostrar, soy tosco y parco, es lo que soy. 

Salgo de la panadería y el camión lechero sigue estacionado, paso por delante y observo al conductor que habla desde su teléfono celular.  No se percata de mi presencia, pero yo sé quién es.  Por el gorro, puesto hacia atrás, con la visera hacia la nuca me doy cuenta que es Gastón y que está esperando a Caco.

Prefiero actuar con disimulo y me subo al auto. De seguro Caco le va a contar que se encontró conmigo. Él no entenderá por qué no fui a saludarlo, luego se dará cuenta que sigo siendo el mismo tipo extraño de siempre. 


Unos meses después nos escribimos por Internet. Por Facebook que está de moda. Un intento fallido de reconstruir la amistad que quedó estancada en el tiempo. Caco me invita a su cumpleaños y luego de pensarlo varias veces decido no ir. Llego a la conclusión de que el tiempo pasó y ahora somos otras personas. Ellos quizás siguen siendo parecidos a lo que eran de jóvenes, pero yo no. 

Soy una persona que no quiere saber nada de su pasado, que no tiene el suficiente valor de llevar a su mujer al barrio marginal donde se crió. Que no puede encontrar la forma de extirpar a su mujer de su vida. 

Que un día cualquiera de un mes cualquiera mordí el puto anzuelo y a partir de ahí solo he navegado en las aguas del fracaso una y otra vez. Que tengo que comprarme un Reel porque desde que dejé de soñar con ser futbolista, mi vida se ha convertido en una tortura y lo único que aliviana tal dolor es sentarme en una reposera a esperar que algún pobre pez muerda el anzuelo. 

Entonces cuando eso sucede, lo miro fijo a los ojos, trato de hacerle entender que aprenda la lección de una vez por todas y para siempre, luego lo mando al agua otra vez.


(Ilustración Magalí Aguerre)

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