Vicente y el Horaka.



(Publicado en la Revista Túnel edición 24. Set / Oct 2018)


Vicente y el Horaka. 



Vicente está encerrado en su casa. Vive a dos cuadras de la sede de Rentistas, en un apartamento interior al final de un pasillo. Un habitáculo de un dormitorio que él reformó con sus manos, ayudado por su amigo del fútbol, el Horaka. Ambos son fanáticos del “Renta”. 

Recién abandonaron la Play, en breves minutos los bichos colorados juegan con Platense. Su mujer, La Paula, amasa torta fritas que luego zambullirá en una olla media negra, con grasa hirviendo. 

Afuera el frío se te mete en los huesos. 

Vicente está enojado porque perdió a la Play. El Horaka jugó con Boca y él con River. Vicente se chupa a veces por cosas intrascendentes. Tiene mentalidad de niño para algunas cosas, para otras, es relativamente el doble de inteligente que la media de su edad. Con Vicente hay que estar atento siempre, yo le decía en el trabajo: 

–“Vicente sos el diferente” – y a veces se reía pero yo sé que en el fondo no le gustaba nada.

Lo conocí en los cines del Shopping. Yo necesitaba el trabajo para poder costearme los estudios, pensé que en un trabajo donde prescindiera de pensar, así dedicar el resto del tiempo a estudiar y sacar adelante el liceo. 

Entre los empleados, estaba Analía, una flaca que quería ser Cineasta, pensaba entrar a Bellas Artes y aunque ella no pudiera visualizarlo mucho, soñaba convertirse en una artista intelectual.  Vendía granola a los amigos y prendía inciensos de vainilla. Hablaba de chacras y mantras. Estaba Gerardo, un pibe del interior que estudiaba archivología, un tipo que hablaba poco, bastante introvertido y que no hizo muchas migas con nosotros. 

Estaba Vanesa, una gorda del Paso Molino que se vestía siempre de negro, usaba zapatillas rojas combinadas con campera de cuero de tachas o con calzas verdes. La clásica gorda que se tatúa flores en los ante brazos y se mete piercing solo para llamar un poco la atención. Le gustaba ir a pavonearse a un boliche bastante lumpen a la vuelta del cine. Era habitué y la conocían casi todos, media copeteada tiraba pasos en la pista, metía agachada y se contorneaba como una gata en celo.

Tenía una cama de una plaza en el altillo de la casa de la madre en el Cordón, y siempre se llevaba a alguno para pasar la noche.

Vicente conocía a todos los de Rentistas. Había hecho las inferiores hasta tercera, luego se lesionó y tuvo que dejar el fútbol. Ahí conoció al Horaka, jugaba de cinco, tremendo raspador el Horaka, le encantaba la fricción. 

La Paula era una mina alta, morocha, bonita, bastante elegante, que perfectamente podría haber sido modelo, pero era mal hablada y casi siempre estaba de mal humor, decía que le dolía la espalda porque pasaba muchas horas de pie en la zapatería donde trabajaba. Cuando La Paula abría la boca asustaba. Tiraba conceptos mal elaborados y palabras que eran como piñas, con cuatro o cinco te ponía a dormir. 

Ambos pasaban escuchando plena, a Vicente le encantaba Cotopaxi, especialmente Cariñito. Había comprado en el ciber de la vuelta de la casa un cd. con un compilado que lo tenía gastado. Cuando se iban las últimas personas del cine, Vicente ponía el cd. a todo lo que daba el volumen del equipo. No le importaba nada, él sabía que ese trabajo era transitorio. 

Agarraba a la gorda Vanesa para bailar, la hamacaba de un lado para el otro en el hall donde un rato antes los pitucos de Punta Carretas hacían cola para ver Sexto Sentido. 

A la gorda le gustaba mucho Vicente y no entendía por qué estaba con La Paula. La odiaba, te dabas cuenta en los pequeños gestos, era evidente que estaba esperando el momento justo para clavarle el puñal. Ella sabía, que a Vicente le gustaba jugar al límite, contra la raya, pero cuando la gorda avanzaba y lo apuraba un poco, él con calidad la sacaba al córner. Vicente era tácticamente aplicado, la gorda saltaba líneas y era vertical, pero no tenía suerte, siempre se quedaba con las ganas. 

Una noche luego de una fiesta en la casa, nos contó, que un rato antes había baldeado el cuarto con agua con azúcar para energizar el lugar, creyendo que podía conquistar de una vez por todas el corazón de Vicente, y a mi me dio lástima, pero el Horaka medio drogado se le río en la cara y le dijo que era una pobre gorda ridícula. Luego estuvo como dos semanas sin hablarnos, hasta que al final, se le pasó.


Todo comenzó sin pensarlo. El cine tenía un sistema de pago para los clientes del banco estatal que consistía en ingresar la tarjeta que se usaba para sacar dinero del cajero automático, por una máquina al costado de la caja, después el pin y con eso se les debitaba el importe de la entrada y además les regalaban un pop y un refresco gigante. Frente a la propuesta los ricachones venían como moscas atraídos por la miel. 

En el trabajo rotativo un jueves a Vicente le tocó esa caja. Había promoción de dos por uno. Un pelado con la mujer, discutieron por la película, ella quería la que actuaba Darín, él una nórdica que no entraba nadie pero estaba buenísima.  Finalmente optaron por la argentina. Después vinieron dos viejas de esas que se compran autos chinos pequeños y están veinte minutos buscando donde estacionarlo como si fuera un ómnibus. Una de las viejas no encontró la tarjeta y finalmente terminó pagando la otra. Vicente ya estaba contrariado, y casi sin querer o queriendo, vio cuando la vieja digitó el pin: uno, dos, tres y cuatro apretando los botones con un solo dedo. Los números que cualquier banco medianamente serio te dice que no uses jamás. Fue muy fácil recordarlo. Para colmo la vieja dejó olvidada la tarjeta del banco. 

Vicente se comió la cabeza todo el rato. 

La miró varias veces de refilón. El plástico era seductor. Pensó en el colchón que le faltaba para dormir con La Paula, estaba cansado de escucharla quejarse. Pensó en los championes que le gustaban, pensó en la camiseta de Van Basten; se vio comprando perfume original, no trucho de feria como siempre. Se vio llevando a La Paula al telo el martes de noche que tenía libre. Pensó en todo eso y trató de sacárselo rápidamente de la cabeza. 

Pero no pudo. 

Era mucha la tentación de agarrar la tarjeta, ir hasta el cajero que estaba en el entrepiso, digitar el código que tenía tatuado en su cabeza y esperar a que la máquina escupiera  dinero. Y eso fue lo que hizo. 

Sacó cinco mil pesos.

Fue al baño y los contó dos veces. Lo que ganaba en quince días de trabajo lo había conseguido en minutos. Pensó en ir y sacar más pero se dio cuenta que podría repetir la situación infinitas veces, mucha gente podría olvidarse la tarjeta o él podría “hacer” que se olvidaran, era solo cuestión de tenerlo presente, y ya lo tenía.


Subió las escaleras, llevaba apretada la tarjeta en la mano. Pensó en deshacerse de ella y se arrepintió de no haberlo hecho en el baño. Se visualizó cortándola con una tijera en el vestuario y tirándola en el tacho de la basura cuando saliera del trabajo. 

Las viejas no se darían cuenta de que la habían perdido hasta el otro día o mucho después. Cuanto antes se deshiciera de ella, mejor. 

Entró al vestuario, le pidió a Vanesa que lo cubriera unos minutos en el mostrador, acusó que le dolía el estómago. Ella se mostró preocupada. Vicente pensó si la mentira no traería complicaciones con ella, en fin,  ya estaba jugado.

Se dispuso a cortar la tarjeta, pero un momento de lucidez atravesó su cabeza. 

Entró a la sala de forma sigilosa, los espectadores estaban compenetrados con la película y no lo vieron, subió hasta la última fila, ubicó a las viejas con la mirada, tarea que no era difícil porque tenía el ojo entrenado a moverse en la oscuridad. Confiando en que la linterna podría ser un elemento de distracción, bajó por las escaleras y alumbró casi a la cara de los que estaban sentados en la siguiente fila a la de las viejas y con la mano en un movimiento casi sutil, tiró la tarjeta al piso y el plástico cayó al lado de la sandalia de la vieja que había pagado la entrada. Las personas de la fila de atrás se sobresaltaron y lo putearon por lo bajo.

La película terminó, las viejas salieron, uno de los que lo puteó encontró la tarjeta, y se la devolvió a las viejas. Al principio se rehusó, pero luego de chequear en su cartera, agradeció y se fue discutiendo con la otra el motivo por el cual la tarjeta no estaba en el monedero y sí en el piso. Cuando llegaron al auto se olvidaron del asunto.

Gol.

Vicente se fue como si nada. Se tomó el bondi pero se bajó a las pocas cuadras, estaba tan excitado que prefirió caminar hasta su casa. Se compró una cerveza y decidió pasar por la casa del Horaka, tenía un plan. 

Los jueves el Horaka debía estar en los alrededores del cine, cuando él tuviera una tarjeta en su poder, una señal cómplice y se echaba la maquina a funcionar. El Horaka seria el encargado de “devolver” la tarjeta. Era simple y podría funcionar un millón de veces. Ahora habría que compartir el dinero, pero tampoco era grave porque venía como penal mal cobrado a favor. 

Hablaron un rato de mujeres hasta que Vicente le contó el plan. Al Horaka le encantó, no le gustaba trabajar y ese dinero extra seria genial. Y así empezó todo, así empezó la sociedad del Vicente y el Horaka.

A lo primero fue raro ver al Horaka seguido en el cine, decía que estaba saliendo con una cajera del súper. Empezó a ir los jueves, algunas veces los miércoles y también los martes. Otra cosa rara fue que Vicente y el Horaka empezaron a vestirse con ropa cara. Usaban perfumes de olores frutales y Vicente se compró una moto Cross. 

Una vez en un boliche, entrada la noche y con algunos tragos encima le pregunté a Vicente de donde sacaban tanta plata y me miró serio, me estudió un rato y luego con una sonrisa me dijo que al Horaka lo estaban por vender a un equipo grande y él era su contratista, y les habían adelantado un dinero para cerrar el negocio. 

Pero el Horaka no jugaba en primera división, a gatas era convocado a veces y en el último campeonato había disputado solo catorce minutos, eso nos dijo La Paula. Ella también desconfiaba del dinero y cuando le preguntó al Horaka, la derivó derecho a Vicente; él le dijo que se dejara de romper las bolas, que sino se iba a buscar otra mina que no fuera policía. 

Luego de algunos regalos caros la Paula se sumó al silencio, ya tenía bastante con el dolor de espalda.

Pero como todo lo que empieza mal termina peor, un día el Horaka se quedó dormido. Vicente tenía muchas deudas, entonces manoteó una tarjeta a un viejo de lentes con cara de boludo. Todavía le debía el colchón a la Paula, y aunque parezca raro, no quería comprar el colchón porque eso era para él, como una señal de darle el ok para irse a vivir con ella. La Paula le había dado un ultimátum: el fin de semana había que comprar el colchón sí o sí. Pero Vicente se había ido de putas con el Horaka el martes y se habían gastado toda la plata. No tenían un peso, contaban con la tarjeta que podría salvarles la semana, no quedaba otra. 

Ahora el desprolijo del Horaka le estaba fallando como ya lo había hecho otras veces. Vicente había hablado con él y pensaba que era un tema superado, pero con ese pibe nunca se sabía. Preso de la necesidad se quedó con la tarjeta y sacó la plata como siempre. Esperó en la sala y trató de dejarla en el piso pero no se animó. Ese día le tocaba hacer la puerta a la gorda Vanesa. No tuvo más remedio que darle la tarjeta a ella cuando terminó la película. 

La gorda no era boluda y se la devolvió al hombre. Al otro día el tipo vino a quejarse con ella y a preguntarle sobre la tarjeta. Le faltaban diez mil pesos del cajero, hizo un escándalo, por suerte era temprano y había poca gente, dijo que iba a hacer la denuncia.  Al rato vinieron los milicos pero no pasó nada. Vicente se salvó. Pero a la salida la gorda lo interceptó y pidió explicaciones. Vicente dio vueltas y vueltas pero tuvo que curtirse a la gorda como forma de pago. Pagar con sexo deudas de plata no era buen negocio, pero Vicente pensaba que podría llegar a funcionar por un tiempo. 

Ahora eran tres en el negocio. En ese momento yo conocí a Natalia y me fui a vivir con ella. Por un tiempo me olvidé del cine y de la gente que trabajaba ahí, hasta que un día me encontré con Analía en la calle y me contó lo que sucedió después. 

Un día Vanesa, cansada de ser la segunda exigió ser la única, pero tras las evasivas de Vicente no había tenido mejor idea, que una noche no devolver la tarjeta y dejarla tirada en el estacionamiento. Ese elemento casi insignificativo proporcionó a la policía un dato importante, ya tenían una punta. Llenaron de cámaras todos los cajeros del lugar.

Luego la historia es conocida, primero cayó el Horaka, luego Vicente, luego la gorda y La Paula fue la que menos condena tuvo. A Vicente le dieron seis meses de prisión domiciliaria, al Horaka tres meses y lo echaron de Rentistas. A la Paula un mes y perdió la posibilidad de ser supervisora en la zapatería, cosa que venía remando hacía tres años. A Vanesa solo la procesaron sin prisión y tuvo que buscarse otro trabajo. Los bancos empezaron a ponerle un número a los cajeros y comenzó a salir impreso en cada transacción además de la hora y la fecha. 


La condena de Vicente termina dentro de dos semanas. Ahora pasan encerrados jugando a la play con el Horaka casi todo el día. De Vanesa no se supo más nada. La Paula cambió de trabajo, ya no pasa tantas horas de pie, empezó a trabajar en una tienda y al poco tiempo compró el colchón, no es el sommier king size de espuma y resortes que quería ella, pero por lo menos de noche no le duele la espalda y duerme abrazada de Vicente. 


                                                    (Ilustración Magali Aguerre)

                                           

 


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