Nunca subí a un avión.


 (Mención Concurso Literario Revista Túnel 2016)


Nunca subí a un avión.

Nunca subí a un avión y por eso anoche no pude dormir. Con mi familia en algunas ocasiones jugábamos a elegir destinos de ciudades: Roma, Barcelona, Madrid eran los destinos que le gustaban a mi padre. Mi madre quería algo más cerca.  Mi hermana prefería no opinar de cosas que quizás no fueran realizables, ella siempre fue de lo tangible, lo concreto, y estos sólo eran sueños o conversaciones de domingo luego del almuerzo. A mí siempre me gustó la liga española, y el Rayo Vallecano como el equipo para vestir su camiseta. Me parecen atractivos sus colores aunque todas las temporadas luche por la permanencia. Soy una persona de pocas pretensiones, acordes a mi tipo de juego, a mis cualidades. Un objetivo a la vez, no grandes objetivos, sino pequeños y realizables. Así ha sido la mayor parte de mi vida.
El fútbol infantil lo transité en un equipo del barrio llamado Los Pinos, la camiseta era blanca y verde con un pino a la altura del corazón. Se llamaba así porque la cancha estaba rodeada de pinos. Era un equipo donde el técnico prefería ganar en vez de que los niños vivieran la experiencia de jugar. Yo siempre jugaba, ya sea en la defensa, en el medio, o en el ataque; como era flaco y le pegaba fuerte siempre me ponían de 9. No me gustaba jugar de nueve, me gustaba jugar de lateral derecho. Pero mi padre quería que jugara de centro delantero porque decía que los 4 (laterales derechos) no se los vendían a nadie. Y por los 9 se pagaba cualquier plata. 
Mi padre es exfutbolista y luego de algunas llamadas por teléfono terminamos recalando en las inferiores de Defensor Sporting. Cuando llegué tenía 13 años.
Ya no era tan flaco y tan alto, era uno más del montón, entonces el técnico me dijo que la única opción para que permaneciera en el plantel era que jugara en el medio, el típico 5 que corre, marca y destruye. Y así empecé a jugar de mediocampista. 
Mi día empezaba a las seis de la mañana, mi padre se levantaba un rato antes y me hacía el desayuno: jugo de naranja, (un vaso) tres tostadas con manteca y miel, una taza con avena, cereales y leche. Todos los días, incluso los domingos. Los días que no había partido o era época de vacaciones, mi viejo se ponía un short que le quedaba un poco corto, una camiseta vieja de Huracán Buceo con el 8 en la espalda que tenía una publicidad de una casa de rulemanes (ya desaparecida) en el pecho, y salíamos a correr por la ruta. Una vergüenza. Yo trataba de adelantarme un poco como si no lo conociera o por si alguien nos veía dar la imagen de que éramos dos personas desconocidas, pero las piernas todavía le rendían, y si algún día estaba muy cansado, agarraba la bicicleta y eso era lo peor. 
Los compañeros me habían puesto de apodo “Sombra”, ya nadie me llamaba por mi nombre: era conocido como la Sombra Silveira. El hijo de Elvio el Pocho Silveira. A lo primero pensé que Sombra era porque mi piel es un poco oscura, aunque tengo el pelo lacio y algunos en el liceo que desconocían mi faceta futbolística me decían cariñosamente: “Negro”. Pero no era por eso. Sombra era nada más y nada menos porque la verdadera sombra era mi viejo. Una sombra que me seguía a todos lados. 
Mi viejo era conocido en Defensor y había pedido para practicar para no perder la forma física, además como me tenía a mí, era un buen ejemplo para los demás, o eso es lo que él pensaba. Eso, aunque parezca raro, el cuerpo técnico y la directiva lo vio con buenos ojos. Mientras nosotros corríamos en sentido horario en la cancha, mi viejo corría al revés, entonces cuando se encontraba con nosotros nos decía “vamo, vamo, huevo, huevo”. 
Cuando el técnico disponía de los ejercicios tácticos mi viejo iba y le pateaba a los goleros o daba una mano en algo que faltaba. En la sala de pesas, a lo primero mi viejo era mirado por los demás con admiración porque levantaba más peso que nosotros, pero con el tiempo fuimos quedando equiparados, entonces las bromas ya se tornaban insoportables. “Sombra, dale un poco de puchero al viejo porque no puede con las mancuernas de 20”. “Sombra, vigilá al viejo que va a quedar aplastado con las pesas” “Sombra…” “Sombra”…” “Sombra…”.
Hasta que un día estallé luego que Huevo el defensa central, en vez de sacarla quiso salir eludiendo y el atacante rival le quitó la pelota sin mucho esfuerzo, hizo el gol y perdimos en la hora. En el vestuario Huevo vino a recriminarme que no había tomado la marca y terminamos a las piñas. En realidad lo del partido para mí no tenía importancia, Huevo era el que mas bullying me hacía por mi viejo. El técnico nos suspendió unos días y luego todo volvió a la normalidad. Aunque después de ese episodio, Huevo no me habló más. Pero para mi viejo nada cambió. En los partidos parado del lado de afuera de la cancha me seguía gritando: “Corré, vení, atóralo, dale, llegá, bien, no, mal, perro, mátalo, partilo a ese carolo, tocá, andá, búscala, recibí, pégale, cubrí, tocá y andá, bombeá, dale caballo, bien ahí, no simules, levántate, ojo los nísperos, parado, márcalo parado te dije, te dije”.
“Te dije”. Eso si me molestaba, me sacaba del partido. Me hacía jugar mal. Un  día se enfermó y no pudo ir conmigo a la cancha, ese domingo hice dos goles y fui el jugador del partido, hasta el presidente vino a saludarme por lo bien que había jugado.
En casa a mi hermana mi viejo no le daba bola, tampoco a su mujer. Su objetivo era yo. Su objetivo era que mi objetivo fuera el objetivo, convertirme en jugador profesional de fútbol y emigrar. Mi viejo miraba mapas de ciudades con equipos. Me hacía masajes en las piernas a las seis de la tarde. Me compraba energizantes, productos para aumentar la masa muscular, vendas, championes. Armaba rutinas de entrenamiento, dietas semanales y luego compró una play station para jugar partidos conmigo los fines de semana.  
Cuando se dio cuenta que mis compañeros salían a la noche y que esa etapa propia de la adolescencia conspiraba contra su objetivo no tuvo mejor idea que asociarse. Entonces el plan era jugar a la play con el Pocho. Cosa que funcionó un tiempo hasta que empezaron los cumpleaños de quince. Igualmente me llevaba y esperaba hasta que terminara la fiesta. 
El verdadero problema empezó cuando conocí a Karen, aunque ella no me gustaba mucho fue la primer ventana para ver un poco de otra realidad, algo que no fuera mi casa, el fútbol, mi viejo. Los sábados tenía que decirle que iba a lo de un amigo a jugar a la play y camuflarme, o sea vestirme con la peor ropa posible y luego cuando llegaba a la casa de Karen, ella me prestaba algo del hermano y así poder salir un rato con ella. 
Pero como todo se sabe, mi viejo se terminó enterando de la presencia de Karen y de alguna manera movió sus piezas para sacarla del juego. Con un poco de astucia y de suerte lo terminó logrando.  
Yo otra vez hice como si nada y seguí adelante. Pero exploté cuando el técnico me sacó en un partido cuando no me daban las piernas,  luego de que había pasado toda la noche con ella, a escondidas de mi viejo. Jugué relativamente mal, estaba muerto. El técnico puso a Felipe y rindió, se ganó el puesto para el resto de la temporada. Mi viejo volaba de la bronca. “Ese perro de Felipe te sacó el puesto”. “Claro, perdiste el puesto porque sos horrible, si fueras mejor no lo perdías, sos un mediocre que te dejás estar”
Cuando terminó la temporada, propuse irme a un cuadro de menor nivel, así podía ser titular. El Pocho a lo primero puso el grito en el cielo, pero luego, antes que nada, terminó accediendo. 

Recalé en Miramar Misiones, un equipo con menos exigencia, donde me sentí mejor, pude entrenar más tranquilo y jugar un poco más. Aunque comprobé que era un mediocre como pensaba y que no iba a llegar a primera división. Tuve esa revelación una tarde cuando ya estaba de novio con Andrea y ella me preguntó si quería ir a vivir con ella y dudé más de la cuenta,  pensé lo que quería, lo que realmente quería. No era ser jugador de fútbol, y no quería vivir con ella.
Andrea es hija de una amiga de mi madre, y quizás el vínculo hizo que mi viejo aflojara su persecución porque pensó que era una buena chiquilina, de familia y que podría ser su aliada. Pero se equivocó. Andrea tenía sus propios planes.  
Esa tarde en la rambla cumplíamos un año juntos, yo ya tenía 19 años y jugaba en la tercera de Miramar Misiones. Algunos de mi generación de Defensor ya habían debutado en primera división. Mi viejo me lo recordaba, les hacía un seguimiento en un cuaderno amarillento y gastado. Los que llegaban, los que quedaban por el camino, los perros, dijera él.
Y a los 21 dejé el fútbol. Me dejaron libre en Miramar. Por mediocre. Porque era una muerte anunciada, un secreto a voces. Se lo dijeron primero a mi viejo y luego a mí. Estuvo dos meses sin hablarme. Algo en él sabía que era el final, sabía que su prototipo no tenía futuro. Los estudios ya los había abandonado, a duras penas había terminado el liceo pero todavía me quedan materias pendientes de quinto y de sexto año. 
Andrea habló con un conocido y empecé a trabajar part time en un gimnasio. Primero a prueba unos meses y luego me terminé quedando con el turno de la mañana. Corro 20 minutos en la cinta y luego entreno un rato, pero nada complejo, solo para distraerme y sentirme en buen estado.
Podría decirse que todo se fue normalizando, pero hace un año, Raúl, un pibe que viene a entrenar al gimnasio me comentó que se iba a Australia, que tenía un contacto que le daba alojamiento y que Sidney es una ciudad que te posibilita crecer. Miré en Internet, me entusiasmé, junté plata y sin decirle nada a nadie compré el pasaje. 
Empecé a planificar mi huída, mi escapada. Pero cuando todo venía bastante bien, un sábado por la tarde empecé a sentirme mal, con dolor de estómago, con ganas de vomitar y tuve que llamar al médico. Luego me internaron y tuve que permanecer una semana internado. Me detectaron un problema con los glóbulos blancos, y tengo que hacerme estudios periódicamente, tuve que cambiar la fecha del pasaje. Me obligó a blanquear la situación y contarle a mi familia, a Andrea, a mi viejo.
El Pocho lo tomó mal. O sea, eso confirmó que ya no quedaba ninguna esperanza de fútbol, ninguna ilusión posible. Andrea por lo pronto, lloró días y pidió explicaciones de todo tipo. Me odió, me cuestionó, pero también estuvo todo el tiempo conmigo cuando estuve internado. Me la complicó, porque pensé que dentro de todo lo malo, quizás podía eludir la marca de Andrea. Pero no pude. La actitud de Andrea hizo que me cuestionara el viaje, al menos por un tiempo.
Hace un mes me hice el último estudio, salió todo bien. Ese mismo día con la plata del anterior pasaje compré otro para México. Martín, el primo de Andrea que vive ahí va a recibirme el primer tiempo hasta que pueda asentarme y luego veremos si ella puede irse o cómo resultan las cosas. El punto principal al menos para mí es que en breve me estoy subiendo al avión y empezaré una nueva vida. Martín tiene un pequeño bar y yo podría empezar de mozo hasta que consiga otra cosa. Mi viejo cuando escuchó la idea se levantó de la mesa y se fue a acostar, casi sin cenar. 
Hoy no vino al aeropuerto a despedirme. Una lástima. Vino Andrea, mi madre y mi hermana. Quizás si mi viejo ahora prende la televisión pueda vernos. No en la imagen central, pero quizás en el fondo, en la parte inferior de la imagen, como las cuatro personas comunes paradas entre maletas, donde tres mujeres despiden al que viaja. Todo el protagonismo de la imagen por televisión se lo lleva el pase del año, el pase del que todos los periodistas deportivos hablan, la figura del momento: Felipe (el perro) que fue vendido desde Defensor al Necaxa de México y por eso el aeropuerto está lleno de periodistas tratando de buscar sus palabras. Compartimos vestuario y ahora compartiremos el avión. A él se lo ve nervioso, ansioso, pero en el fondo creo está feliz, y yo también.











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