El Gato.

El Gato.


Dos largos muros de bloques pintados de blanco y un portón de rejas que los une. Lo primero que veo es al seguridad del predio, un patovica tatuado con dibujos contemporáneos, impone respeto por su presencia boxística más que por las manchas que ha decidido perpetuar. Le hago una seña amigable con la mano. 

Duda, mira de reojo, me estudia, no queda más remedio que presentarme para que el urso abra la jaula.

Entro.

En verdad, nunca imaginé llegar a este lugar, es más, siempre odié este lugar, pero no soy un atrevido.  

Hay tres colores que abundan en todo el predio, colores que no son de mi equipo, pero poco importa. La vida ahora me impone un nuevo trabajo que está encadenado a un equipo de fútbol. Y es imposible pensar que los funcionarios de un club no sean hinchas de ese club. Está totalmente prohibido en el mundo del fútbol.

Los hinchas no perdonan a los traidores, un funcionario los domingos no puede ir a otra cancha. Eso es causal de muerte. 

Los primeros pasos de acceso también son los últimos de ser el hincha que en algún momento fui. Ahora debo convertirme en otro, en un nuevo personaje, casi como un actor, como un mago bueno.

Metros adelante me presento nuevamente y allí comienza todo, se abre el telón de  la obra teatral que me tiene como protagonista. 


La historia comienza cuando tenía once años y me fui a probar a Progreso, jugué un año en sexta como volante por derecha, anduve bastante bien, pero el grupo no me hizo parte y sufrí, entonces preferí buscarme la vida en otro equipo. Me fui a Cerrito y jugué de puntero derecho, usaba la quince, el número que le gustaba a mi madre. Anduve mas o menos, alternaba, jugaba, hacia goles. No se puede decir que se avizoraba una carrera prometedora, quizás si una permanencia real en el fútbol, que no es poca cosa. 

En un partido liquidado, fui a trancar con mala saña luego de unos entredichos con el lateral rival y puse mal la pierna, me partí la rodilla. Operación de ligamentos cruzados y no quedé bien. Seis meses de recuperación y cuando volví, a las semanas me lesioné en un entrenamiento. 

Empecé a desconfiar de mi suerte. Al final del torneo, me dejaron libre. Me apagué, apareció el hombre resentido que se dejó crecer la panza, buscó laburo con su tío Nelson pintando frentes de casas y cambiando membranas en los techos. Adiós al fútbol, a mirarlo por Tv. Desapareció el arquitecto de jugadas contra la raya y apareció el obrero de zapatos amarillos con punta de acero. 

Nelson es un tipo desconfiado, tiene ideas aburridas, se queja de que la plata no le alcanza y que la gente quiere joderlo, siempre. Nelson agota.

Estuve unos años y luego enganché en una carpintería. Empecé lijando puertas y juntando la viruta en bolsas. Luego aprendí a medir, poner la escuadra, mover el lápiz sin regla y cortar casi en el aire. Me fui convirtiendo en carpintero. Hice muebles de cocina, mesas ratonas, sillas, bajo mesadas, bibliotecas. 

Pero me empecé a aburrir, el trabajo encerrado en el galpón me hizo olvidar del pasto, de la luz. Me cansé de respirar madera y tener las manos llenas de ampollas y golpes con el puto martillo.

Tampoco veía otro camino, luché mucho para lograr un horario, un sueldo, una cobertura médica. Pero al final, todo trabajo asalariado es un clavo. 

Y eso hice muchas horas del día, miraba los clavos en los bollones y pensaba en mi vida. En lo que se había convertido mi vida. 

En un clavo remachado.

En el cumpleaños de un compañero de la carpintería, me presentaron, de pura casualidad a un dirigente de Nacional, estaba acompañado por el Intendente de los Céspedes. Ese era su trabajo, ser Intendente. Ahora se usan nombres raros para cargos nuevos, pensé, mientras estrechaba manos. 

Este siglo ha traído nuevos términos y también mucho vacío mental. Mientras los escuchaba quejarse de cosas diarias del trabajo no dije nada porque en realidad soy de hablar poco. Me creo un tipo callado y guardo mis comentarios, eso es una virtud, mucha gente quiere decir todo lo que piensa, porque cree que lo que piensa es único y eso lo convierte en una estrella, como mi tío Nelson.

Yo pienso todo lo contrario, prefiero reírme, reírme de todo, de la vida, de mí mismo, de los demás. Voy por la vida riéndome, aunque en realidad en mi interior soy un tipo bastante triste y solitario, pero no importa, porque esa noche se estaba hablando de fútbol, y cuando unos tipos se juntan a hablar de fútbol no importan las cuestiones sentimentalistas, importan las jugadas, los jugadores, los goles. Los detalles. Las cosas que quizás no sucedieron, pero alguien las cuenta con entusiasmo y eso vale.

Al final toda conversación entre dos personas que trabajan en el mismo lugar, termina dejando el fútbol de lado y gana el trabajo. Sobre todo las quejas del trabajo. Es lindo sacar del bolsillo los defectos del otro, tener a alguien para echarle la culpa es fundamental, uno se acuesta más liviano, pensé, mientras los escuchaba. 

Al costado en un sillón, una rubia estaba seducida por su celular. Sin voz, solo con mensajes y emoticones su cara espejaba como iba la cosa. 

Trato de seguir la conversación y están en lo mismo, entonces digo: 

– Si el trabajo es así como lo cuentan que nadie hace nada, yo quiero trabajar ahí.

Me miran, y se quedan callados. El dirigente levanta el bigote, mira de costado tratando de ubicar las hamburguesas y desaparece. El Intendente me mira fijo unos segundos,  estira la mano y propone:  

–Bárbaro pibe, te espero el lunes a las ocho, estamos precisando gente como vos en Nacional.

Y ahora estoy acá, llegando al lugar donde me citaron. Sin curriculum, sin un “me gusta”, sin recomendaciones. A la vieja usanza, de boquilla. 

Me resulta raro. Pero me lo gané yo. Lo único que gané en mi vida además de los escasos recuerdos que puedo tener del fútbol.

Decidí que lo mejor sería probar un día. Un día de verde no me haría mal, al contrario. Tampoco soy un improvisado, me pedí el día libre en la carpintería y la idea es ver qué pasa, probar y ver si me entusiasmo con este trabajo.

Llega el Intendente, saluda con gesto amistoso, me acompaña hasta un recinto y me presenta al Gato mi nuevo “mentor”. A ver, esto tengo que entenderlo bien, mentor no es lo mismo que jefe. El jefe es él, a no confundir agua limpia con agua podrida. El Gato será quien me enseñe los pormenores del oficio. Las tareas a realizar son variadas. No importa. Después que se entra, uno se acomoda. 

El Gato trae una remera con el escudo tricolor, un jogging azul y un gorro. En el vestuario los observo con detenimiento, nunca imaginé usar estas prendas. La necesidad apura el destino y aniquila mañas, me digo para mis adentros. 

Me disfrazo y salgo detrás del Gato. 

El tipo es flaco, atlético, pero no atlético como los jugadores que me cruzo mientras caminamos. Esos tipos son como caballos pura sangre.  El Gato es atlético a razón de trabajo, de las ocho horas sentado encima del tractor dándole al pasto. Tiene los músculos marcados, el pelo lacio y lentes espejados pero de baja gama. 

En estos lugares hay mucho glamour, del bueno y del mentiroso. Hay jugadores, hay dirigentes, hay plata, y no hay nada, porque también, en el fondo no hay nada. 

Hay jugadores que la tienen clara, los humildes, los que se acercan al Gato y le dan un beso de buen día cuando llegan o cuando se van, que le regalan un cartón de cigarros, una botella de whisky, ropa, perfumes. Y están los otros, los que viven dentro de un Play Station, que se creen Cr7 y el Gato igual los saluda, porque es educado. 

Llegamos a una cancha, la tres, me explica como marcarla, es generoso en los conocimientos y no se guarda nada. Lo importante es agarrar al nuevo los primeros días y ver por donde se lo motiva, así es la forma de ganarse el puesto y desde ese lugar se le empieza a enseñar los detalles de esa tarea, los secretos, dice, mientras mata un mosquito que le anda dando vueltas. 

–Si le gusta el pasto, se le enseña como marcar la cancha, como hacer los dibujos, como marcar las líneas. Si se interesa por la albañilería, se le explica como hacer hormigón, las proporciones, las herramientas. Si le gusta el mantenimiento se le marcan las tareas diarias. 

Es un monólogo costumbrista que aprendió con los años y parece que ha funcionado poco.

El Gato sabe que los primeros días son fundamentales para motivar y enseñar, luego como en todos lados la gente se municipaliza. El trabajo termina siendo un clavo al final de cuentas.

El Gato usa términos futboleros y los aplica en la conversación con cierta normalidad y eso me parece llamativo.

Hoy sobra comida y aprovechamos a comer junto a los cocineros. Los jugadores se alimentan como atletas y la comida abunda en proteínas y carbohidratos. Extraño el menú de la panadería de la vuelta de la carpintería, pero el fresco de la ensalada me da un sabor casi desconocido. No soy de comer verduras, quizás por falta de costumbre, o porque la clase obrera come comida frita y a las apuradas.

Mate, descanso, recorrida. 

El Gato, ansioso, muestra el lugar y explica todo. Sé que la mayoría de las cosas me las voy a olvidar cuando me vaya. Con suerte, otras iré aprendiendo con el correr de los días.

Cuando se van los jugadores el lugar cambia, sin ellos es como un cuadro a medio pintar, escenografía sin actores, teatro sin gente. 

Me baño y me pongo la ropa que traje cuando llegué, me visto de persona, de mí o lo que trato de representar ante los demás. 

Atravieso la puerta y apronto el mate para el camino. 

Mientras espero que el mate se hinche me acomodo en una silla detrás de una mesa de hormigón y observo la panorámica que ofrece el lugar. Pienso que hoy conocí algo nuevo, inesperado. Vi de cerca a tipos que corren atrás de una pelota y ya no me parecen tan cracks como en la televisión, me parecen normales, tipos de carne y hueso, creo que los humanicé. Están sobrevalorados los jugadores de fútbol, pero ya no hay vuelta atrás. 

En el parking hay autos caros, de alta gama, muchos en pocos metros cuadrados.

El Gato se acerca y se ofrece a llevarme. Nos dirigimos hacia su auto. Es inconfundible. Es un auto de obrero, un Citroen Xzara blanco del noventa y ocho con detalles de pintura en las puertas. Tiene dos barras en el techo, eso lo hace excéntrico y vulgar. Es el auto de un funcionario. 

En el camino me cuenta cosas de la interna, detalles. 

Pienso en la carpintería, en las tablas, en la madera que llega y luego sale convertida en muebles. Pienso en los jugadores que llegan llenos de ilusiones y luego salen tipos que son máquinas para la alta competencia. La madera mala se vende para el fuego invernal, los jugadores malos desaparecen luego de pulular por cuadros chicos.

Pienso en el verde y el marrón. El pasto y el lapacho.  Pestañeo por unos segundos, creo que me duermo.

El Gato habla y habla. 

Me despierto, o no me despierto, no sé. 

Estoy cerca de mi casa, me bajo en la esquina, el tipo me extiende el brazo, saluda y dice:  

–Nos vemos mañana, botija.

Camino por una calle arbolada pero vacía, en tres cuadras llego a lo de mi viejo, donde estoy parando ahora. El viejo me está esperando con el mate pronto para que le haga los cuentos del día. Mi viejo trabaja de portero y está orgulloso de mí.

Le hago una puesta a punto breve, sin saltearme detalles pero concreta. Mi viejo se pone contento. Dice que le comentó a varios propietarios que yo estoy trabajando en los Céspedes, en Nacional y  al rato los tipos empezaron a mirarlo diferente.

Qué raro es el fútbol. 

Me baño y me voy a la esquina, a la placita. De los vagos no hay nadie, al rato llegan y me empiezan a dar palo con el fútbol y me transformo en el blanco de bromas comunes. El porro me pega mal y les digo que reírse de mí no tiene gracia, o se ríen conmigo o se ríen solos pero de mí negativo.

Me voy a ver los Simpson.  

Al rato apago la tele y me prendo otro porro.

Miro por la ventana y en la calle un perro corre atrás de una bolsa intentando jugar con ella, tratando de hacerla suya.

Pienso en cada pelota, en cada tranque, en cada gol, en cada día, en cada hora, en cada minuto que pasa y no vuelve nunca más. 

Miro la humedad del techo, la casa a medio terminar, el polvo que tapa muebles y se acumula en rincones. Miro elementos que están como clavados en un lugar que alguna vez una mujer escogió para ellos, alguien que ahora no está. Pienso en las cortinas que esa mujer quiso poner y todo lo demás que soñó y no pudo lograr, pienso en esa mujer.

Al otro día vuelvo a los Céspedes, me paro en una de las canchas y observo el verde, me siento en un viejo tronco, trato de recordar como era la alegría en los ojos de aquella mujer que me esperaba con la cena tapada con un repasador. Pasó tanto tiempo que a veces parece que me olvido de su cara, de su voz. De las milanesas que me hacía.

A lo lejos el Gato se acerca en el tractor a paso lento, lleva los lentes puestos y se lo ve más contento que ayer, cuando me ve levanta la mano y saluda. En la cancha principal los players pura sangre se mueven en bloques cuatro cuatro dos. En las cancha tres, el Gato me explica todos los secretos del diseño canchero.






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